La polvorienta caja que lo cambió todo

José Salazar Aviña

Habiendo concluido la importante ceremonia de la Sesión Solemne del cabildo tecomense, ese mismo día viernes 25 de julio de 2025 a partir de las 12:00 horas o medio día en punto como también decimos acá, nos dimos cita en el lugar que ocupa el Mesón de Caxitlán, invitados por el presidente municipal de Tecomán, nuestro amigo Armando Reyna Magaña, quien acompañado de su esposa Mili Cuevas, funcionarios municipales e invitados especiales dentro de los que se encontraba nuestro amigo Abelardo Ahumada González, quien se ha distinguido por haber sido mas de 20 años el cronista oficial de Colima y expresidente de nuestro colectivo de cronistas, amén de personalidades diversas de la cultura y los negocios de Tecomán y Colima.

Un evento efectuado al pie de los centenarios muros, donde se presentó la Licda. Marcela Corona Verduzco, Miss universo Colima 2025, quien, con un impactante vestuario, que a mi parecer integraba su presencia al impactante cuadro, nos dio la bienvenida al histórico lugar.

A continuación, el Ballet Xochiquétzal dirigido por la maestra Rosa Margarita Cárdenas de Molina, nos ofreció un selecto cuadro dancístico de nuestra costeña tierra.

Despues se me ofreció la oportunidad de pronunciar una reseña histórica donde tuve la oportunidad de recordar a un personaje singular y de importancia capital en los anales de la historia de Colima. Pocos relatos son tan cautivadores como el descubrimiento de Caxitlán, un pueblo antiguo que el tiempo había borrado de la memoria colectiva. Esta crónica comienza no con un historiador o un arqueólogo, sino con un sacerdote curioso, el padre Roberto Urzúa Orozco, párroco de Tecomán durante casi dos décadas a mediados del siglo pasado. Licenciado en Filosofía por la Universidad Gregoriana de Roma y con una profunda vocación por la historia local, el padre Urzúa Orozco estaba destinado a desenterrar un secreto olvidado.

Fue en un día cualquiera, meses después de asumir su cargo y despues de la sentida muerte del padre Arreguín, señor cura de Santiago Tecomán, mientras limpiaba un empolvado cuarto en la casa cural, cuando una vieja caja llamó su atención. Dentro, encontró libros parroquiales antiquísimos. Al hojear uno de ellos, su corazón se aceleró: la caligrafía revelaba una antigüedad de al menos dos siglos. Con manos temblorosas y extremo cuidado para no deshacer las frágiles hojas, comenzó a descifrar la difícil escritura. Lo que leyó lo dejó sin aliento: el libro hablaba de un pueblo muy antiguo, del que nadie parecía haberse ocupado antes, llamado San Francisco Caxitlán. La emoción lo invadió; había tropezado con una veta histórica insospechada.

Los recuerdos siguieron y años después, en un soleado sábado de abril de 1987, el padre Roberto Urzúa, acompañado por Hugo Alberto “Chito” Gallardo y el narrador de esta historia, emprendió un viaje en su viejo vochito. Nuestro destino fue este mismo lugar, el Mesón de Caxitlán, “un lugar que alguna vez fue refugio y alivio para los viajeros del Camino Real de Colima, a orillas del río Nahualapa, ofreciendo una vista panorámica del océano. Este rudimentario mesón, “hijo natural” de una venta criolla y “nieto” de una hospedería, surgió en la primera mitad del siglo XVII, con gruesos muros de ladrillo, establos y cisternas, aunque fue casi destruido por los terremotos de 1749 y 1818.

Después de recorrer el mesón, el padre Urzúa nos guio a un rancho cercano. Un ranchero, que inmediatamente lo reconoció, los invitó a pasar. El sacerdote caminó un poco más y de repente se detuvo, pronunciando unas palabras que los dejaron mudos: — Aquí fue el panteón de San Francisco Caxitlán —, el compromiso de guardar silencio sobre este descubrimiento fue inmediato. El mesón, descrito como “un lugar para detenerse a refocilar la vida, donde el viajero encontraba la paz bajo tejas de barro rojas y comida sencilla, había sucumbido al tiempo, ahogado por la maleza costeña y los avatares de la historia, justo cuando México alcanzaba su madurez y buscaba la libertad. Sus ruinas fantasmales, recostadas contra el paisaje salitroso de la costa, quedaron como mojones que separan recuerdos en la orilla del Valle de Tecomán, Colima”.

Muchos años después, nuestro amigo Gustavo Vázquez Montes, siendo presidente municipal de Tecomán, con la visión de preservar este legado, gestionó la adquisición de este terreno que perteneció a la antigua hacienda de Caleras con el propósito de transformarlo en un parque histórico. En colaboración con el INAH, se intervino el área para construir una plazoleta ceremonial y estacionamientos, y se colocaron placas alusivas a los municipios colimenses. Así, los vestigios del Mesón de Caxitlán, testigos silenciosos de un pasado glorioso y trágico, esperan ahora ser redescubiertas por aquellos que, como el padre Urzúa Orozco, se atrevan a desenterrar los secretos que la tierra de Colima aún guarda.

Se terminaba el evento y aproveché la oportunidad para pedirle al presidente municipal su intervención y del Ayuntamiento para preservar la memoria de tan ilustre hijo tecomense que ahora reposan sus restos en Santo Santiago y que al menos una calle de nuestra ciudad le rinda homenaje permanente a Roberto Urzúa Orozco.

Agradezco el reconocimiento entregado por propia mano del alcalde y su esposa en aquel lugar tan impactante y enigmático cuyo solo nombre resuena en nuestra memoria, Caxitlán.

Termino esta crónica con decirles que Abelardo y su servidor, hicimos una necesaria parada en el restaurante de la familia Escalera El Oasis del Real y su reconocido balneario de aquel viejo “Real de San Pantaleón” donde ya se cumplieron 93 años de aquel tsunami que destruyo Cuyutlán y las mencionadas salinas.

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