Primera de tres partes
Abelardo Ahumada
A diferencia de las festividades que cada 16 de septiembre se llevan a cabo para conmemorar el Inicio de la Guerra de Independencia, por lo regular no hay festejos ni ceremonias oficiales para conmemorar la consumación del proceso, efectuada el 27 de septiembre de 1821, con la “entrada del Ejército Trigarante” a la ciudad de México. Tal vez porque los redactores a sueldo de la “historia patria” no quisieron que la gente se diera cuenta de los oscuros acuerdos que hubo entre las partes contendientes para que eso llegara a ocurrir.

No pretendo, sin embargo, ahondar en esos intríngulis, pero sí reseñar, a grandes rasgos, algunos de los acontecimientos más importantes del periodo intermedio, y terminar explicando qué fue lo que sucedió en 1821 no nada más en el centro del país, sino días también en nuestra región, pues cabe recordar que, aun cuando esto no haya sido contado nunca en los libros de texto de la SEP, fue precisamente en Colima, en donde se estableció, el 9 de noviembre de 1810, si no el primero, sí uno de los primeros (y muy fugaces) gobiernos insurgentes. Seguido por el de Guadalajara, apenas un par de días después.

Para llegar pronto al tema debo saltarme todo lo que ocurrió durante los primeros tres años del movimiento, y empezar por señalar que, hacia finales de 1813, ya habían muerto, desertado o desaparecido de escena Miguel El Lego Gallaga, José Calixto Martínez alias Cadenas, Rafael Arteaga, Ignacio Sandoval, Francisco Guzmán y algunos otros de los principales cabecillas del Movimiento Insurgente en la región de los Volcanes de Colima. Y sólo quedaban con cierta presencia en el área, José Antonio Béjar, originario de Xiquilpan, (el de Jalisco), que merodeaba entre Chacala, Cuautitlán y El Mamey, y los guerrilleros colimotes Pedro Regalado Llamas y su tío Miguel Llamas, cuyas guaridas predilectas estaban por el rumbo de La Ferrería, en Coalcomán, Michoacán.

Todo eso al mismo tiempo en que el padre José Antonio Díaz, en su calidad de brigadier, continuaba ejerciendo cierto liderazgo por los rumbos de Jilotlán de los Dolores y Tepalcatepec. En tanto que otros, como Ramón Brizuela y el guerrillero tamazulense Gordiano Guzmán, se habían ido del territorio y estaban vinculados con la gente del Padre Morelos, quien para esa época estaba al frente del movimiento.

El 31 de diciembre de 1813, sin embargo, “Los Regalado” fueron derrotados en Tonila, y sin caballos, sin armas y prácticamente desbarrancándose, tuvieron que salir huyendo, a su refugio de Coalcomán. Donde seguramente fueron vistos por alguien que, queriendo cobrar la recompensa ofrecida por sus cabezas, reveló su ubicación al comandante realista de Colima. Quien, actuando con mucho sigilo, envió a un grupo de militares para que los capturaran. Siendo sorprendidos al amanecer de uno de los primeros días de marzo de 1814, junto con Francisco Villavicencio, un exseminarista que fungía como secretario de Pedro.
Con las manos atadas fueron trasladados a la Villa de Colima, donde tras de efectuar un juicio sumario en su contra, los fusilaron al amanecer del día 14 de ese mes y año, en el portal que, con la Plaza Real de por medio, quedaba frente a la parroquia de San Felipe de Jesús (actualmente Catedral). Preconizando con eso las enormes pérdidas y las grandes dificultades que los seguidores de Hidalgo habrían de tener durante todo el resto de 1814 y el año completo de 1815:
Pedro Regalado había sido un comandante muy respetado y querido por los insurgentes de Colima, Michoacán e incluso Guanajuato, y llegó a cartearse con José Antonio Torres y el padre Morelos, por lo que tanto su derrota, en diciembre, como su fusilamiento, en marzo, provocaron una gran tristeza entre los simpatizantes de la causa independentista de toda la región. Cabiéndole una suerte similar al guerrillero, José Antonio Béjar, quien, dos meses después, estando en algún punto de la Sierra de Manantlán, preparando un ataque al pueblo de Autlán, fue reportado a las autoridades militares de Guadalajara y Colima; las que, habiéndose concertado para actuar, con sumo cuidado se trasladaron en pequeños grupos, sorprendiendo y capturando a Béjar y a varios de sus compañeros, trasladándolos al pueblo que precisamente pensaban atacar, para hacer con ellos escarmiento público, pasándolos por las armas en pequeños grupos, a partir del 1° de junio. Habiéndole tocado su turno a Béjar el 25. De manera que, por cuanto toca a las guerrillas insurgentes que se alzaron en armas en toda esta amplia y escabrosa región, se puede afirmar que para esas fechas quedaron aniquiladas.

Este lamentable detalle no impidió, sin embargo, que el grueso de los insurgentes que quedaban vivos se trasladaran hacia las montañas de Michoacán, dado que sus cabecillas, reunidos en Apatzingán, estaban esforzándose para redactar y promulgar la que sería la primera Constitución Mexicana. Habiéndole tocado al padre José Antonio Díaz, antiguo amigo y cocadedrático de don Miguel Hidalgo, recibir el honor de pronunciar “el sermón de la jura de la Constitución”, promulgada el 22 de octubre de ese mismo año.
Con sus 62 años encima, y con tres de haber “colgado la sotana”, el ex sacerdote, sintiéndose viejo, achacoso y algo aficionado a los aguardientes, se hallaba en ese tiempo retirado de las acciones bélicas, radicando en el pequeño pueblo de Acahuato, dependiente de Apatzingán, donde vivía con una mujer, aparentemente viuda, y una hija de ella. Dedicándose, según testimonio de María Rondán (que así se llamaba ella) a cuidar “y sembrar una huertecita”. Sitio en donde, para su muy mala suerte, los realistas lo hallaron dormido, y lo capturaron el 17 de diciembre. Enviándolo de inmediato a Tancítaro, donde de manera expedita lo condenaron a muerte, aunque, no lo lograron porque unos clérigos que lo conocían intercedieron por él, y hubo de enfrentar un segundo juicio, en Guadalajara, donde lo condenaron a ser desterrado en Filipinas. Habiendo zarpado, según eso, desde Acapulco, antes de abril de 1815, sin que se sepa, finalmente, si llegó vivó o no a su destino.

El otro punto, muy triste, fue que, el 5 de noviembre de 1815, después de haber tenido que afrontar muchísimas dificultades, al custodiar por diversas partes a los diputados del Congreso de Chilpancingo, José María Morelos y Pavón, el “generalísimo”, fue derrotado y capturado. Trasladándolo inmediatamente hasta San Cristóbal Ecatepec (al norte de la ciudad de México), donde, tras de haberle desarrollado un juicio eclesiástico y militar, similar al que sometieron a su maestro, Hidalgo, en Chihuahua, cuatro años atrás, le aplicaron en mismo castigo, fusilándolo el 22 de diciembre.

Continuará: