José Salazar Aviña
Este jueves 9 de mayo, despues de asistir a la 4ª sesión ordinaria del IPCO, llegamos a la zona centro la cronista Mirtea Acuña a una celebración fúnebre en catedral y quien esto escribe al Museo Palacio de Gobierno para presenciar dos conferencias en torno al 40 aniversario del Centro INAH Colima, institución que salvaguarda el patrimonio arqueológico, histórico y artístico de nuestro querido Colima.

La primera charla impartida por la investigadora del centro Universitario de Estudios e Investigaciones sobre la Cuenca del Pacífico de la Universidad de Colima, Maricela Reyes López, versó sobre la sal, sus usos y propiedades, abrió una ventana inesperada a la complejidad de este elemento tan cotidiano y a menudo subestimado. Más allá de su función básica en la cocina, la sal revela historias de trabajo arduo, tradiciones ancestrales y un potencial económico y cultural que merece mayor atención.
El evento puso de manifiesto, de entrada, la realidad de la producción artesanal. La sal, como la artesanía manual, se paga poco. Esto resuena con trabajos igualmente demandantes, como el de los albañiles, e incluso más intensos, como quienes elaboran tabiques, un trabajo sumamente arduo. Es una verdad clara: el esfuerzo manual involucrado en su producción local debiera ser mejor remunerado.
Pero la conversación rápidamente trascendió el ámbito local para explorar cómo la sal es vista y utilizada en otras partes del mundo, ofreciendo contrastes y nuevas perspectivas. Se mencionó, por ejemplo, cómo en Indonesia se está innovando en la presentación, creando sal en cubitos, al estilo del azúcar de antaño, o en formas de pirámide en Bali. El caso de Bali es particularmente interesante, ya que sus salinas funcionan como parte de su oferta turística. Esto sugiere un potencial para que las salinas locales también puedan integrarse al turismo, apoyando (o siendo apoyadas por) esta actividad. Sin embargo, también se planteó la cautela ante un turismo “muy masivo” que podría acabar con la esencia del lugar.

Desde la audiencia, surgió una pregunta crucial sobre la sal en la India. Una persona, estudiosa de la medicina ayurveda, compartió que, en esta tradición milenaria, con más de 5,000 años de historia, se utilizan ciertas sales, notablemente la sal de roca. Viajes a la India le permitieron probarla; describió que, si bien no es “muy agradable” al paladar — sabe a “huevo podrido”, a pesar de su color rosita que parecería indicar algo más condimental — tiene muchísimas propiedades. Esta sal rosada es efectivamente sal de roca y su color proviene de la tierra con la que se mezcla. Se enfatizó la importancia de sus oligoelementos y minerales. Hubo una clara preocupación: si esta sal tradicional llegara a extinguirse, “vamos a salir perdiendo todos” en salud, pues las sales refinadas simplemente no aportan lo mismo que las sales de mar, y por extensión, otras sales naturales como la de roca. La aportante reconoció que, si bien no tenía investigación específica sobre la sal en la India, sí sabía que las propiedades y el sabor son cosas distintas.
La diversidad de percepciones continuó con el ejemplo de Tailandia. Allí, los pobladores “prefieren y juran y perjuran” que la mejor sal es la de mar (no la de roca mencionada antes), por el toque único que da a sus platillos. Este punto desafió la idea común de que la sal es inodora e insípida, pues los tailandeses perciben claramente que “el aroma no es igual”. Es una parte fundamental de su tradición y una forma de defender el producto local.
Esta charla puso de manifiesto las múltiples dimensiones de la sal: un producto artesanal con un valor económico subestimado, un recurso con potencial turístico si se maneja con cuidado, un elemento con profundas raíces en la medicina tradicional por sus propiedades, y un ingrediente que define sabores y aromas en diversas culturas, desafiando ideas preconcebidas.
En resumen, la sal es mucho más que un condimento; es un eje que conecta trabajo manual, historia, salud y tradición a lo largo del mundo. La conversación dejó claro que, como se mencionó, deberíamos estar estudiando más sobre este fascinante elemento.

A continuación, el Séptimo Seminario Colima en el Tiempo, bajo el eje de Cultura Marítima, un espacio crucial para el estudio y la valoración del patrimonio regional, nos ofreció recientemente una mirada fascinante a las conexiones transpacíficas que moldearon la costa del Pacífico Mexicano durante el Virreinato. La ponencias presentada por Maricruz Piza López, estudiante de doctorado en historia por El Colegio de Michoacán, titulada “El puerto de Acapulco, intercambios transpacíficos durante el periodo virreinal”. Su investigación arroja luz sobre las herencias culturales que los inmigrantes de origen asiático, llegados a bordo del Galeón de Manila, dejaron en la costa de Guerrero.

La plática comenzó contextualizando el arduo viaje de regreso de las Islas Filipinas al puerto de la Navidad, de la antigua provincia de Colima en la Nueva España, conocido como el tornaviaje, que fue posible a partir de 1565 gracias a Fray Andrés de Urdaneta. Aunque finalmente se eligió Acapulco como puerto de destino por estar más cerca de la capital virreinal, a pesar de estar más lejano que Huatulco o Nicaragua. La conexión geográfica y climática entre el sureste asiático y la costa sur de México (que compartían el viaje de ida casi en línea recta desde Acapulco) fue un factor importante para que estos inmigrantes pudieran integrarse en la región. El viaje de regreso era más largo y complicado, bordeando el norte del Pacífico y descendiendo por la costa de la Nueva España, haciendo escalas en lugares como Salagua para reabastecerse y desembarcar, a veces de manera ilegal, mercancías, enfermos y también inmigrantes, conocidos en la época como “indios chinos”.


Se estima que llegaron a la Nueva España alrededor de 7,207 migrantes de origen asiático, aunque algunos estudiosos elevan la cifra. Cerca de la mitad desembarcaban libremente, mientras que la otra mitad llegaban como personas esclavizadas, no solo de Filipinas, sino de otros territorios del sudeste asiático e incluso de la costa occidental de África, traficados a través del comercio portugués en Filipinas. Aunque hubo un debate legal sobre la esclavitud de los filipinos por ser vasallos del rey de España, su esclavitud fue abolida en 1674, si bien otros siguieron llegando por vías distintas.


Estos inmigrantes esclavizados fueron enviados principalmente a las zonas mineras del norte, a Ciudad de México como sirvientes, o trabajaron en el puerto de Acapulco en labores portuarias, reparación de embarcaciones, en el hospital, e incluso en la construcción del Fuerte de San Diego entre 1614 y 16174. Se establecieron en diferentes barrios, destacando El Parián (palabra tagala que significa mercado). Sin embargo, su presencia no se limitó al puerto. Se diseminaron por las costas de Guerrero, hacia Costa Chica (antigua provincia de Igualapa, con población mayormente afrodescendiente) y Costa Grande (provincia de Zacatula). Coyuca fue el primer lugar de asentamiento para quienes escapaban del puerto. Para el siglo XVIII, los descendientes de estos inmigrantes ya estaban integrados social, económica y políticamente, participando en el servicio real y las milicias. A pesar de la ambigüedad en los registros censales posteriores, muchas familias de la región conservan apellidos de origen del sudeste asiático.


La investigación de Maricruz Pisa López revela que estos “indios chinos” no fueron simplemente absorbidos por la cultura local . Lejos de ello, fueron introductores de sus propias prácticas y saberes, que persisten hasta la actualidad . Estas herencias son tangibles en varios aspectos: como la Construcción de Casas- La arquitectura tradicional filipina de casas elevadas sobre pilotes (“palapas”) construidas con elementos de la palma de coco es una de ellas. Estas estructuras servían para protegerse de las crecidas de humedales y mareas, guardar herramientas o animales debajo, y actuar como sistema antisísmico debido a la resistencia de la madera de palma. Aún existen registros fotográficos de estas construcciones en Acapulco y Costa Grande.
Cultivos y Técnicas. Se introdujeron cerca de 230 especies asiáticas a través del Galeón. El arroz fue uno de los cultivos importantes, con registros tempranos en 1630 en Calutla. Se cultivaba el “arroz macán” (tagalo para arroz húmedo), aunque su cultivo declinó por huracanes y competencia comercial. Técnicas como la construcción del batalán (terraza elevada en los arrozales para vigilar pájaros) y el uso del piloncillo (mortero y mano) para descascarillar el arroz son herencias filipinas que aún se pueden encontrar.
El Cocotero. Este cultivo, ya muy estudiado y presente en Colima (se mencionó la imposibilidad de ahondar en la tuba precisamente porque la ponente estaba en Colima), fue explotado por los “indios chinos” quienes traían el conocimiento de su reproducción y usos (medicinales, culinarios, fibra para embarcaciones – el “bonote”, tuba). El secado de la copra en los patios y el uso del bonote persisten.

Gastronomía. Se identifican claras influencias en la cocina costeña. La forma de cocer el arroz sin sal (una taza de arroz por dos de agua) es similar a Filipinas. El uso de hojas de plátano o almendro para dar aroma al arroz, en sustitución del dapdap filipino, es otra adaptación. El consumo diario de arroz es tan fundamental como la tortilla de maíz en la región. El pescado seco, preparado mediante salación y secado, es un alimento central en ambos lugares, consumido tradicionalmente con arroz. Platillos como el Linogao (arroz caldoso) y especialmente el Guinatán (palabra tagala para leche de coco), que en Costa Grande se refiere al pescado con leche de coco y chile guajillo, son legados directos. La compleja preparación de la leche de coco, aunque adaptada con licuadora, conserva la técnica de rayado. Existen incluso creencias y cosmovisión en torno a la preparación de estos platillos, como la idea de que el Guinatán puede “cortarse” por malas vibras.

Otros Aspectos. El uso del panga (pequeña embarcación, palabra tagala) y la forma de cargar peso al hombro con un cabo atravesado, similar a como se hace en el sudeste asiático, son otras prácticas persistentes. En el ámbito de las creencias, la veneración del Santo Niño de Cebú, una imagen con rasgos asiáticos que llegó a la costa de Guerrero y que probablemente corresponde al actual Santo Niño Manuelito, es un ejemplo de la fusión religiosa.

La ponente concluyó invitándonos a cuestionar nuestra cotidianidad y a reconocer que nuestra cultura no es estática, sino el resultado de una mezcla histórica de migrantes. Compartimos mucho más de lo que imaginamos con el sureste asiático.

Esta interesante presentación, enmarcada en un seminario que también abordó otros temas relevantes para la historia y cultura de Colima y su región, subraya la importancia de eventos como el “Colima en el Tiempo”. Nos permiten entender las profundas y a veces invisibles conexiones que unen a nuestra región con lugares lejanos, revelando las múltiples capas que componen nuestra identidad cultural. La herencia del Galeón de Manila sigue viva en las costas de Guerrero, recordándonos que las rutas marítimas fueron, y son, canales de un intercambio cultural que trasciende el comercio.